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Por un socialismo dentro de los límites planetarios || Alberto Garzón

 

 La Tierra es el único lugar conocido que puede sostener la vida, pero las instituciones creadas por los seres humanos están alterando y destruyendo los ecosistemas hasta el punto de que nuestra propia existencia está actualmente amenazada. Este lúgubre horizonte ha calado en la cultura popular hasta el punto de que estamos habituados a ver y leer sobre distopías y futuros colapsos sociales. El reciente libro Half-Earth Socialism (2022), de Troy Vettese y Drew Pendergrass, se inscribe, por el contrario, en la tradición de la utopía y nos sugiere nuevas e interesantes formas de conectar una deseable perspectiva de futuro con la ciencia al servicio de la vida en el presente.

 

El aire que respiramos está compuesto en un 78% por nitrógeno, un 21% de oxígeno y el 1% restante por vapor de agua y otros gases como el dióxido de carbono. Este último, a pesar de que realmente representa menos del 0,04% del aire seco, es indispensable para que exista la vida en el planeta. Esto es así porque el dióxido de carbono es un gas transparente a la radiación de onda corta, con lo que deja pasar el calor procedente del sol, pero no lo es para la mayor parte de la radiación de onda larga, con lo que el calor emitido por la Tierra no sale de nuevo al espacio exterior. Esto es lo que durante décadas se ha popularizado como 'efecto invernadero'. Lo relevante es que este juego de 'ping-pong' entre distintos tipos de radiación lleva al resultado de que la temperatura media de la Tierra es bastante más alta de lo que lo sería sin la existencia de estos gases.

En efecto, si nuestra atmósfera no contuviese gases de efecto invernadero, la temperatura promedio en la Tierra sería unos 15º C más fría. Quizás esto no parezca mucho, pero implicaría el congelamiento de los océanos y la ausencia de ciclo hidrológico y, en definitiva, una situación incompatible con la vida. Dicho de otro modo, somos muy afortunados de tener una atmósfera que mantiene esos gases en niveles propicios para la vida.

Sin embargo, desde hace aproximadamente doscientos años, coincidiendo con el despliegue de la Revolución Industrial, y sobre todo desde hace unos setenta años, con la nueva fase de globalización iniciada tras la II Guerra Mundial, los niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera se están desequilibrando de manera peligrosa[1]. La consecuencia, ya bien conocida, es el calentamiento global, es decir, la subida de la temperatura media de la Tierra y las disrupciones de todo tipo que ello conlleva. La causa es, fundamentalmente, la quema de combustibles fósiles, que son materia orgánica depositada, enterrada y acumulada bajo tierra desde hace miles de años, y cuya combustión emite dióxido de carbono a la atmósfera. Esa relación desequilibrada es la que se encuentra detrás de la mayor amenaza que enfrenta la humanidad en estos momentos.

No obstante, menos de la mitad del carbono emitido desde el siglo XVIII continúa aún en la atmósfera. El resto ha sido retirado de forma natural a los océanos y a los ecosistemas terrestres. Esto es así porque afortunadamente nuestro planeta tiene una suerte de 'termostato' llamado ciclo del carbono[2], que es el responsable de haber mantenido hasta ahora la temperatura en niveles compatibles con la vida. El problema es que el ser humano está alterando este termostato al emitir cantidades más elevadas de lo que el ciclo puede absorber de manera natural.

Actualmente la temperatura media global es 1,1 ºC superior a la que existía antes de la era preindustrial. Este hecho está provocando anomalías climáticas como sequías y temporales extremos, pérdida de biodiversidad, alteración de los ciclos biológicos y otros fenómenos que conllevan unos enormes costes económicos, sociales y políticos. En aras de mitigar estas consecuencias, los Acuerdos de París firmados en 2015 por más de cien países, establecieron unos objetivos de limitación de ese crecimiento de la temperatura de 1,5 ºC para final de siglo. Ello se lograría mediante un conjunto de compromisos de políticas públicas para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, las estimaciones científicas más recientes señalan que, de mantenerse la trayectoria actual, al terminar el siglo la temperatura habrá ascendido hasta alcanzar un rango situado entre 2,4 ºC y 2,8 ºC[3]. Este escenario implicaría unas consecuencias desastrosas para todos los ecosistemas y sociedades humanas, con costes imposibles de predecir con exactitud pero que sin duda ponen en riesgo la vida misma en el planeta.

Con todo, limitarnos al fenómeno del cambio climático sería un error. Como recuerda con frecuencia el divulgador climático Andreu Escrivá, la 'visión del túnel de carbono' nos impide evaluar otras facetas de la crisis ecosocial. Una de las más importantes, por ejemplo, es el impacto de las actividades humanas sobre la biodiversidad. Se estima que existen casi nueve millones de especies en nuestro planeta y, desde el punto de vista biológico, el número de especies presentes en un área es directamente proporcional a dicha área. El problema es que el crecimiento de la población mundial y, muy especialmente, el inmenso desarrollo del sistema agroalimentario industrial ha provocado un brutal cambio en el uso de la tierra que ha implicado la deforestación, la pérdida de territorio natural y, en definitiva, la pérdida de hábitat para el resto de las especies en el planeta. De acuerdo con la conservadora estimación del biólogo Edward O. Wilson, cada año desaparecen 27.000 especies, es decir, dejan de existir tres especies cada hora. Y según uno de los últimos informes de WWF, entre 1970 y 2018 la población de animales salvajes que se estudia en el informe ha retrocedido un 69%. De continuar por esta senda estaríamos ante la Sexta Extinción, es decir una extinción masiva de carácter antropogénico.

Esto no es una cuestión que deba preocupar únicamente a quienes se definen como defensores de losanimales, sino a todo el mundo. Es más, la biodiversidad debe entenderse no como una simple enumeración de animales y plantas en un determinado territorio, sino como una red compleja de seres vivos que interaccionan entre sí en diferentes niveles y formas, y cuyas relaciones pueden ser múltiples (competencia, parasitación, cooperación, depredación…). Cuando se pierden especies nativas en un ecosistema, o cuando se introducen especies invasoras, se modifican también dichas interrelaciones y, con ello, se pierden funciones ecológicas de las que, aunque muchas veces no parezca evidente, nos beneficiamos también los humanos. Por ejemplo, al perder especies también perdemos información genética con la potencialidad de ser útil para la investigación científica de carácter sanitario, puesto que gran parte de la medicina obtiene sus principios activos del estudio y explotación de las propiedades y compuestos químicos existentes en la diversidad biológica.

Por otro lado, la pérdida de diversidad y de complejidad de los ecosistemas se encuentra también detrás de la proliferación de enfermedades zoonóticas, esto es, enfermedades que 'viajan' desde los animales hacia los seres humanos, como la reciente COVID-19. Y, como han puesto de manifiesto los científicos Valladares, Cantera y Escudero en su reciente libro La salud planetaria (2022), la mejor vacuna contra estas enfermedades, que representan ya el 70% de las nuevas enfermedades emergentes, es preservar la biodiversidad y las funciones ecológicas de los ecosistemas: cuanto mayor sea la diversidad de especies y la diversidad dentro de estas propias especies, más robustos serán los sistemas inmunes y las barreras que tengan que atravesar los virus entre un ser vivo y otro y entre una especie y otra para llegar a los seres humanos.

En consecuencia, queda claro que estamos atravesando una doble crisis, de cambio climático y pérdida de biodiversidad y que ambas están estrechamente interrelacionadas y ponen en riesgo la vida tanto de las presentes como de las futuras generaciones de seres humanos. La cuestión es: ¿y ahora qué?

La tecnología salvadora

En su libro The Human Planet: how we created the Anthropocene (2018), Simon L. Lewis y Mark. A. Maslin plantean que la crisis abierta por la intervención del ser humano en el sistema Tierra abre solo tres posibles futuros. El primero sería cierta continuación de las prácticas actuales del modo de vida capitalista gracias a innovaciones tecnológicas que permitan evitar el colapso. El segundo sería el colapso en sí mismo, definido como una significativa pérdida de complejidad social, y que sería a su vez consecuencia inmediata de la crisis ecológica. El tercero sería un nuevo modo de vida que reemplazara al modo de vida capitalista y que modificara de manera notable la relación seres humanos-naturaleza, permitiendo así mantener y reproducir la enorme red de culturas que existen actualmente.

La posibilidad de continuar como si nada realmente serio estuviera ocurriendo es seductora y, de hecho, parece inspirar gran parte de los proyectos políticos dominantes en la actualidad. Pero, incluso en el caso de que se concluya que estamos ante un gran problema, es habitual que las soluciones propuestas dependan en gran medida de la fe en las innovaciones tecnológicas. Si el desarrollo tecnológico nos ha proporcionado dos siglos de incrementos de productividad, mejoras en las condiciones sanitarias, aumentos de la esperanza de vida y otras mejoras vitales cotidianas, ¿por qué no íbamos a poder encontrar, en el mismo camino, una solución a la crisis ecológica? Incluso los Acuerdos de París están atravesados por este tipo de pensamiento, pues hacen depender el cumplimiento de los compromisos de desarrollos tecnológicos que son bastante dudosos en su eficacia.

Lo cierto es que para cumplir el objetivo de 1,5 ºC no sería suficiente con dejar de emitir gases de efecto invernadero en el presente, sino que habría que retirar parte de los gases que están ahora mismo en la atmósfera. Por esa razón hay quienes confían en programas de geoingeniería que logren este objetivo mediante el uso de la tecnología. Este sería el caso de las tecnologías conocidas como Captura Directa del Aire y Bioenergía con Captura y Almacenamiento de Carbono (CDR y BECCS respectivamente, por sus siglas en inglés), que están pensadas como herramientas de emisiones negativas. La primera consiste en la retirada de dióxido de carbono desde la atmósfera, mientras que la segunda se basa en la generación de electricidad mediante la combustión de biomasa al tiempo que el dióxido de carbono generado como residuo es secuestrado y depositado fuera de la atmósfera. Estas tecnologías son una esperanza de los gobiernos de todo el mundo porque, como dice Marta Peirano en su reciente Contra el futuro (2022), «son espectaculares, heroicos y rimbombantes, y exigen inversiones de dinero público en lugar de sacrificios políticos, además de prometer resultados visibles antes de la siguiente campaña electoral».

Sin embargo, las cosas no son tan fáciles. En primer lugar, porque ahora mismo ninguna de esas tecnologías es rentable para las empresas. Las dificultades son tales que, a pesar de las ayudas públicas, solo hay unos seis proyectos en marcha y ninguno de ellos ofrece resultados satisfactorios a la escala necesaria. En segundo lugar, las tecnologías BECCS requieren de cambios intensos en el uso del suelo para obtener la biomasa que se usa como combustible, por lo que no pueden catalogarse como tecnologías neutras en emisiones. En tercer lugar, sus requerimientos de suelo y agua empujarían al alza los precios de los alimentos y agudizarían algunos de los problemas ecológicos más graves. Y, en cuarto lugar, los requerimientos de biomasa de las tecnologías BECSS amenazarían con agudizar críticamente el problema de la biodiversidad en el planeta. Sería, en resumen, una extraña forma de 'salvar al planeta' precisamente 'destruyendo el planeta'.

En definitiva, estas tecnologías son, en el mejor de los casos, una promesa de futuro, un clavo ardiendo al que se aferran gobiernos, empresas e instituciones internacionales y que les permiten no afrontar de manera directa y honesta la gravedad de la crisis ecosocial. En todo caso, lo cierto es que de momento estas tecnologías sencillamente no funcionan. Y la urgencia que tenemos para conservar la biodiversidad y frenar el cambio climático nos obliga a intervenir para que esta locomotora no nos conduzca al abismo. En consecuencia, estamos obligados, por usar famosa expresión de Walter Benjamin, a usar el freno de emergencia.

Socialismo de Medio Planeta

Como hemos visto antes, el papel del área disponible es fundamental para la conservación de la biodiversidad. Y ese es el punto central del trabajo de Troy Vettese y Drew Pendergrass, quienes han publicado este año el libro Half-Earth Socialism (2022), de ahora en adelante HES, que tendrá una traducción próxima al español en la editorial Levanta Fuego. Ambos autores desarrollan una ingeniosa propuesta para detener la deriva actual y poder desplegar nuestra sociedad dentro de los límites del planeta.

Vettese y Pendergrass realizan una crítica muy severa de las tecnologías BECCS, en la línea ya apuntada, poniendo en cuestión tanto su eficacia como su viabilidad, y resaltan muy especialmente el territorio que necesitan estas tecnologías. En lugar de soluciones tecnológicas, ellos proponen una suerte de geoingeniería natural. Esto consiste en incrementar la capacidad natural de los ecosistemas terrestres para fijar el carbono de la atmósfera. Un incremento tal que el área final sería equivalente a la mitad de la Tierra.

Esta idea se basa en la noción de Half-Earth propuesta por el ya citado biólogo Edward O. Wilson. Según este autor, y siguiendo la lógica detrás de la relación especie-área, la única forma de detener la Sexta Extinción es expandiendo el espacio dominado por la propia naturaleza hasta que ésta abarque la mitad del área disponible para la vida. Es decir, la mitad de la Tierra debería renaturalizarse y quedar a disposición de las especies distintas a la humana. Esto frenaría no solo la destrucción de la biodiversidad, sino que además redundaría en otros beneficios como la reducción de enfermedades zoonóticas y, muy especialmente, la mayor capacidad de absorción de dióxido de carbono por parte de plantas que realizan la fotosíntesis.

Pero las críticas de HES no se limitan a las tecnologías de captura y almacenaje de carbono, sino que son mucho más profundas. El blanco último de su ataque es la cosmovisión detrás de tales propuestas tecnológicas, y que ellos definen como pensamiento prometeico. El núcleo de este pensamiento sería, en última instancia, la creencia de que el ser humano puede y debe dominar a la naturaleza. Vettese y Pendergrass identifican esta cosmovisión con el trabajo de Hegel, quien sin duda es un claro representante de ello, si bien esta perspectiva puede rastrearse mucho antes en la historia.

De acuerdo con el extraordinario libro La economía en evolución (1987) de José Manuel Naredo, desde el Renacimiento venían produciéndose cambios ideológicos e institucionales que promovían el afán de acumular riquezas junto con un desplazamiento de la misma noción de riqueza. Estos cambios se inscribieron asimismo en una época en la que se consolidaba la fe en la ciencia, la tecnología y la idea de progreso, aspectos todos ellos que abrían la puerta a la creencia de que es posible y necesario redirigir la naturaleza, entendida ya solo como un recurso más y además gratuito, hacia los fines humanos. El arte de gestionar el conjunto de recursos se convirtió en ciencia con la percepción de lo económico como una dimensión autónoma del resto de ámbitos sociales, lo que dio lugar no solo la ciencia económica tal y como la conocemos actualmente sino también a la creencia en el mercado autorregulado, asunto sobre el que volveré más adelante.

En este contexto, un pensador como Marx, quien fue no solo hijo de su tiempo y representante paradigmático de la Economía Política Clásica sino también un pensador que integró de manera central el pensamiento de Hegel, no podía sino reproducir esa cosmovisión prometeica. De hecho, el prometido y deseado salto desde el reino de la necesidad hacia el reino de la libertad, el cual teóricamente llegaría propulsado mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, no se pensó nunca problemático en su relación con la naturaleza. Como subrayan los autores de HES, la nueva sociedad de libertad consignada por Marx dependía de una abundancia sin precedentes. Y si bien posteriormente se han identificado intereses y preocupaciones de Marx respecto a la naturaleza, como bien han documentado autores como John Bellamy Foster o Kohei Saito, me parece difícil no estar de acuerdo con Vettese y Pendergrass cuando afirman que la tradición marxista, en general, no ha cambiado apenas en este punto desde los tiempos en que se redactaron los manuscritos de Marx y Engels.

En este punto, la apuesta de HES no se basa, por lo tanto, ni en Hegel ni en Marx. Tampoco en Malthus, quien ha tenido y tiene gran predicamento entre el colectivo ecologista por el papel que otorga a la relación dinámica entre poblaciones y recursos. Sin embargo, Vettese y Pendergrass consideran que no es cierto que el problema de la humanidad sea el del exceso de población al tiempo que sugieren que ahondar en esta idea es deslizarse hacia posiciones difícilmente tolerables. En mi opinión, el actual planteamiento malthusiano de la superpoblación peca de no reconocer en su justa medida el asimétrico impacto que tienen los distintos seres humanos en la crisis ecosocial. Esto no quiere decir que la población no sea una variable relevante en el estudio de la evolución de las sociedades y sus consecuentes impactos ecológicos, pero no es desde luego la más importante. Piénsese que casi la mitad de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero en 2019 fueron responsabilidad del 10% más rico de la población (dentro del cual, de hecho, nos encontramos la gran mayoría de quienes vivimos en países occidentales), mientras que el 1% más rico emitió lo mismo que el 50% más pobre[4]. Por otro lado, como ha subrayado Jason Hickel, Estados Unidos tiene de largo la mayor responsabilidad histórica en las emisiones acumuladas[5]. En consecuencia, no tiene sentido situar a la persona y no al modelo como variable fundamental en la crisis ecosocial. Aunque cada persona contribuye, son estos modelos y las formas de existencia que imponen los que generan esta crisis y no la cantidad de personas que los habitan.

Sin embargo, una de las preguntas más acuciantes del Antropoceno es la de cómo alimentar dentro de los límites del planeta a una población mundial que para 2050 alcanzará los 10.000 millones de personas. Una vez descartamos las soluciones que flirtean con el genocidio, y tenemos en cuenta los impactos ecológicos de la alimentación en general[6] así como los límites de la llamada revolución verde en la agricultura, solo nos queda la propuesta de la dieta planetaria tal y como la ha definido el panel de ciencia de EAT-Lancet. Es decir, comer menos alimentos de origen animal y más alimentos de origen vegetal. Solo así será posible hacer compatible la satisfacción de las necesidades humanas respecto a la alimentación con la necesidad de vivir dentro de los límites biofísicos del planeta. Esta idea que vincula la salud humana y la salud de los ecosistemas es la que fundamenta el propio concepto de OneHealth (Una Salud), nuevo paradigma de la Organización Mundial de la Salud y de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

No es por casualidad, por tanto, que, frente a Hegel, Marx y Malthus, en HES opten por basar su propuesta en el trabajo del médico Edward Jenner (1749). Mucho menos conocido que los anteriores, fue un científico que asoció la expansión de las enfermedades con la dominación no natural de los animales por parte de los seres humanos. Su trabajo, entre el que se encuentra la primera vacuna, puede considerarse como precursor del paradigma One Health. El pensamiento naturalista de Jenner es muy sugerente, porque al pensar en las complejas redes de interacciones entre seres vivos, sugiere la imposibilidad de que los seres humanos puedan controlar o dominar la naturaleza a su antojo. De hecho, Vettese y Pendergrass plantean que una solución jenneriana en la actualidad consistiría en deshacer parte del hondo proceso de humanización de la naturaleza y, en la medida que sea posible, dejar incompleta aquella otra parte que aún no haya sido alcanzada por el espíritu prometeico y colonizador del ser humano. Por lo tanto, he aquí en el doctor Jenner el fundamento filosófico-teórico de la propuesta de HES.

La gestión económica de la utopía 

Este escepticismo ecológico de Jenner tiene fuertes implicaciones a la hora de gestionar los recursos. Como he dicho antes, tanto la Economía Política como la posterior Economics han sido herramientas que han pensado la cuestión económica en términos de capacidad de control sobre la naturaleza. Pero si aceptamos las tesis de Jenner, y si la naturaleza no es completamente cognoscible e, incluso, si el intento de dominación total sobre la misma es peligroso, ¿cómo debería organizarse una sociedad respecto a la cuestión económica, esto es, para tomar las decisiones de producción, distribución y consumo?

Vettese y Pendergrass piensan esta cuestión partiendo del viejo debate sobre el 'cálculo económico en el socialismo'. En mi opinión, este asunto es central de cara a abordar la actual crisis ecosocial, y previsiblemente lo será aún más en el futuro. Sin embargo, no es una tarea ni suficientemente examinada en la actualidad ni tampoco sencilla.

Para responder a nuestra pregunta merece la pena partir del análisis que realizaron los fundadores de la Economía Política Clásica, con Adam Smith a la cabeza, entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. De manera general, estos autores consideraban que la institución más adecuada para promover la prosperidad de la sociedad y la satisfacción de necesidades humanas era el mercado. El enfoque que tomó Smith para pensar el mercado -como una institución ahistórica, no conectada con experiencias reales sino como una simple abstracción- le permitió desarrollar la noción que sería más tarde popularizada como 'mano invisible'. Esta idea sugería que las decisiones independientes y egoístas de los actores económicos lograban el mejor de los resultados posibles. El núcleo del argumento estaba puesto en la acumulación de capital, es decir, lo que hoy consideramos crecimiento económico; pero el sistema de pensamiento dependía en gran medida de la noción de competencia perfecta, esto es, de un sistema en el que los actores se relacionan a través de los precios. Estos precios se ajustan continuamente hasta que las cantidades demandadas y ofrecidas en el mercado coinciden y, por lo tanto, el mercado se vacía.

Más tarde, la revolución marginalista producida a finales del siglo XIX introduciría novedades conceptuales y, con el uso de técnicas matemáticas, aportaría una mayor sofisticación al mismo argumento. El foco estaría ahora centrado en la asignación eficiente de recursos utilizando los precios como señales. Estos precios permiten a la sociedad descubrir qué tiene que producir simplemente dejando que los empresarios empleen sus recursos allí donde la tasa de beneficios empresariales sea más alta, es decir, allí donde la rentabilidad del capital sea mayor. Sin interferencias de ningún tipo en el sistema, la demanda coincidiría con la oferta y los mercados se vaciarían. Este fue el planteamiento hegemónico en todo el mundo desarrollado hasta la Gran Depresión del siglo XIX, posteriormente renombrada como Depresión Prolongada.

Sin embargo, esta Depresión Prolongada duró más de veinte años y abrió las primeras fisuras en el orden económico, político e intelectual dominante, lo que no por casualidad coincidió con una gran expansión del pensamiento socialista. El socialismo de Marx y Engels había denunciado la anarquía del mercado, esto es, la intrínseca inestabilidad e ineficiencia de un sistema que continuamente provocaba crisis con altos niveles de desempleo y capacidades productivas ociosas. Ahora la realidad económica parecía darles la razón, pues muy en particular el desempleo azotaba a todos los países industriales con el agravante de que entonces ni siquiera existían mecanismos de protección social que no fueran la caridad y la beneficencia. Tras la I Guerra Mundial, de hecho, el pensamiento y el proyecto socialista alcanzó sus mayores cotas de protagonismo en Europa. Por todas partes se pusieron en marcha debates en los que se promovía la sustitución del mercado por la planificación centralizada, la cual, siguiendo las opiniones socialistas, sería mucho más eficiente.

En ese contexto de auge socialista, el economista austriaco Ludwig von Mises elaboró en 1920 una dura crítica contra sus propuestas asegurando que dicho proyecto sería imposible. De acuerdo con su tesis, por lo general mantenida luego por la llamada escuela austriaca, la única forma de realizar un cálculo económico racional en una sociedad es a través del mercado. En consecuencia, solo mediante el dinero y las señales que forman los precios pueden calcularse costes, compararse opciones de producción y asignarse recursos de manera eficiente. Si esto es así, argumentan, entonces bajo el socialismo, donde los medios de producción están socializados, es imposible el cálculo económico racional. No obstante, en realidad, el debate contenía dos críticas diferentes.

La primera se refería a la dificultad que tendría un Estado para procesar elevadísimos y complejos volúmenes de información, y que condujo a la réplica de los llamados 'socialistas de mercado', como Oskar Lange y Abba Lerner, a ofrecer una sofisticada respuesta según la cual en realidad el Estado sí podría acometer esa tarea puramente técnica[7].

La segunda, más honda, fue la crítica epistemológica de Friedrich Hayek, según la cual lo que hace imposible el socialismo es la propia naturaleza del reto, es decir, la misión de coordinar la información subjetiva y dispersa que van conformando de manera continua todos los actores de una sociedad-mercado. Desde este punto de vista, los empresarios privados son los que, en su búsqueda de oportunidades de ganancia y utilizando las señales de los precios, están continuamente redibujando el terreno de juego. Gracias a estas señales la sociedad sabe qué es necesario producir. En este esquema mental la noción de rentabilidad económica está estrechamente vinculada a la noción de racionalidad, de manera que si la inversión en armas es más rentable que la inversión en medicamentos la respuesta racional de una sociedad debe ser la opción militar. Aquí el concepto de necesidad humana desaparece o es asociado directamente al de rentabilidad económica.

No obstante, el salto de Hayek respecto a los anteriores argumentos era que el problema del cálculo en el socialismo no era esencialmente una cuestión técnico-matemática de resolución de complejos sistemas de ecuaciones, sino algo mucho más profundo. Ahora el problema era que la naturaleza de la sociedad-mercado es incognoscible y, en consecuencia, ningún intento del ser humano por 'controlarlo' sería fructífero.

Tras la II Guerra Mundial la mayoría de los economistas, socialistas o no, compartía que la planificación podía ser, al menos, tan eficiente como el mercado. La crisis del capitalismo liberal, la movilización de guerra y los posteriores resultados económicos de la intervención del Estado en la economía habían apuntalado dicha creencia. Sin embargo, durante los años ochenta y, sobre todo, tras el derrumbe del Muro de Berlín, emergieron voces que reclamaron la razón del lado de los economistas austriacos. La tesis de Hayek volvió a tener enorme predicamento. Tanto es así que incluso los economistas marxistas que apelan a la actualidad de la planificación no niegan la incognoscibilidad del mercado, sino que argumentan que eso no dice absolutamente nada sobre las capacidades de la planificación cuya función no sería, a diferencia de lo que creían los socialistas de mercado, la de imitar al mercado sino la de crear otro sistema social y de asignación de recursos.

El problema de Hayek es que, como hicieron luego el resto de los pensadores neoliberales, concluyó que había que otorgarle al mercado la dirección de las sociedades. Así, dada la naturaleza del mercado, nada y mucho menos el Estado debía interponerse en su funcionamiento. Esto significaba que las sociedades quedarían regidas por una fuerza inconsciente e incontrolable: el mercado.

Obsérvese aquí este particular cruce de destinos. Si el mercado es incognoscible, como decía Hayek, y la naturaleza también, como decía Jenner, y si, como hemos argumentado, la lógica o racionalidad económica inserta en el mercado es la de poseer y dominar la naturaleza, estamos diciendo que el modelo social es el de una fuerza inconsciente que rige el destino de la naturaleza. Eso desemboca necesariamente, como hemos analizado al principio de este texto, en una crisis ecosocial. Así, además de generar enormes bolsas de desempleo, de capacidades productivas ociosas y la coexistencia de privación y excesos por todo el cuerpo social, el capitalismo, como institución definida por la lógica mercantil, choca frontalmente con los límites biofísicos del planeta hasta el punto de que su desarrollo está propiciando el cambio climático, una sexta extinción en ciernes y pérdidas difíciles de imaginar para el ser humano sin que por ello haya un agente humano detrás de esas decisiones. Pero lo que hay tras bambalinas no es un capitalista devorador ni una conspiración de ultraderechistas negacionistas, sino una fuerza inconsciente que solo se guía por el criterio de maximización de beneficio. Esta fuerza inconsciente es capaz de disciplinar a todos los agentes al tiempo que tiene en la maximización del valor monetario del producto interior bruto su fetiche más sintomático de ese insostenible modo de regulación de la vida.

Es aquí donde está la contradicción capital-planeta o, visto de otro modo, la contradicción capital-humanidad. Asumido este hecho, como en efecto también hacen Vettese y Pendergrass, la conclusión es clara: es necesario sustituir esa fuerza inconsciente por alguna fuerza consciente que permita hacer compatible la civilización humana con la vida en el planeta. Esa nueva institución sería el socialismo y, en concreto, la planificación económica de los recursos[8].

Ahora bien, en este punto el argumento parece habernos devuelto a los años veinte del pasado siglo, con la notable ironía de que por el camino se ha producido el derrumbe de la experiencia soviética. El modelo soviético se basaba en la existencia de un planificador central que asignaba los recursos en función de los objetivos determinados por el comité central de un partido de un país de más de doscientos millones de habitantes. De hecho, el descalabro de la economía soviética condujo a la generalizada conclusión de que este sistema de planificación central no funciona y que, en esencia, los polemistas austriacos estaban en lo cierto. Pero ¿es esto realmente así?

De acuerdo con los trabajos del ingeniero Paul Cockshot y el sociólogo Maxi Nieto, por ejemplo en su libro Ciber-comunismo: planificación económica, computadoras y democracia (2017), la explicación del colapso de la Unión Soviética estuvo vinculada a la insuficiencia tecnológica, lo que generaba desorganización, desequilibrios y cuellos de botellas al no poder procesarse grandes volúmenes de información cada vez más complejos, y también al bloqueo político-institucional que ejercían los cuadros dirigentes de la dirigencia soviética, los cuales conformaban una élite alejada de los principios del socialismo y que miraban más por su reproducción interna en el poder. A pesar de que existían propuestas para profundizar el desarrollo tecnológico y haber puesto en marcha iniciativas para informatizar los flujos de información, las cuales necesariamente habrían alterado las estructuras de poder, la élite soviética apostó finalmente por reformas promercado que condujeron, finalmente, al colapso de la economía; y, dicho sea ya de paso, también al enriquecimiento de esas mismas élites.

Estos autores marxistas, como también Vettese y Pendergrass, se inspiran en los desarrollos de la capacidad informática y de algunas experiencias históricas que, como en el caso del proyecto CyberSyn en Chile entre 1971 y 1973, permitieron articular y coordinar las decisiones empresariales de las empresas nacionalizadas y lograron sortear los paros patronales a través del uso de la cibernética. Sin embargo, como recuerdan con acierto, quienes están utilizando hoy en día técnicas de programación lineal avanzada esto es, quienes están realizando planificaciones económicas a gran escala son grandes compañías privadas, por ejemplo, empresas de distribución como Amazon. De esta forma, estas grandes corporaciones son capaces de utilizar la tecnología para conectar los múltiples nodos de una red y ajustar las demandas de consumidores y las ofertas de productores en estrategias de minimización de costes y maximización de beneficios. Por eso, afirman Cockshot y Nieto, «hoy se reúnen por primera vez las condiciones tecnológicas necesarias para planificar realmente una economía extensa con una división del trabajo desarrollada en base a los principios que proponía Marx».

Esta es la senda que transitan Vettese y Pendergrass, aunque con algunos importantes matices. Para ellos la planificación es necesaria y es, además, viable. El mercado es incognoscible, sí, pero no queremos una sociedad de mercado. Lo que queremos es una sociedad que pueda desplegarse dentro de los límites del planeta. Por lo tanto, el objetivo no es imitar el mercado como mecanismo de asignación de recursos a través de los precios, sino que es trabajar con unidades naturales como las energéticas, tales como julios, calorías o watios[9].

Así, la propuesta utópica de HES toma forma con la existencia de un órgano de planificación central que, haciendo uso de la cibernética, y dirigido por un comité de científicos, delimita el conjunto de posibilidades viables para la asignación de recursos entre toda la población. ¿En qué consiste esto? En la construcción de modelos que, siguiendo la lógica de la programación lineal, asignan recursos a partir de restricciones. Estas restricciones serían aquellas que se derivan del propio funcionamiento de los ecosistemas y de los ciclos biogeoquímicos, de manera que de lo que se trata es de que pueda existir una economía compatible con los límites del planeta.

La restricción principal del modelo y sobre la que pivotan todas las demás es la disponibilidad de superficie de tierra. Partiendo de lo ya apuntado hasta ahora, los autores de HES consideran que la economía humana tiene que desenvolverse con solo la mitad del área disponible, de manera que toda su producción, distribución y consumo han de realizarse a partir de ahí. De lo contrario, se presupone, estaríamos de nuevo fuera de los límites del planeta. Sin embargo, ya dentro de ese margen de seguridad, la otra mitad del planeta puede emplearse de muy diferentes modos. Como dije, Vettese y Pendergrass vehiculan toda su propuesta en términos energéticos. Lo que hacen es asignar unos 2.000 vatios por persona (2.000 julios/segundo o 1.719 kilocalorías/hora) y ver cómo se puede lograr esa cantidad de energía a partir de la producción agroalimentaria. Por esa razón el modelo sugiere el veganismo alimentario, dado que la obtención de energía mediante proteínas de origen animal tiene un mayor coste ecológico y, claro está, territorial. De la misma forma, el modelo preserva terrenos para el cultivo de biocombustibles que serían necesarios para 'alimentar' la industria de transporte que no puede electrificarse. Sobra decir que en este modelo los combustibles fósiles han desaparecido como fuente energética y que, por lo tanto, las fuentes energéticas tienen que ser todas de origen renovable, lo que exige también territorio y, aunque el modelo no parece incorporarlo, consumo de recursos finitos como son los minerales.

El modelo de HES es relativamente sencillo de comprender, pero realmente no es un solo modelo sino varios. La razón está en que Vettese y Pendergrass no están pensando en una institución que dicte los designios de la economía sino más bien en una suerte de tensión viva entre los límites naturales objetivos y una democracia representativa que debe decidir dentro de esos límites. Por eso el papel de los científicos de ese órgano de planificación sería el de hacer visibles las opciones factibles, para que luego las instituciones democráticas elijan. Por ejemplo, estas podrían decidir si reducir o aumentar el consumo de biocombustibles en función de las preferencias sociales; o reducir o ampliar la asignación en energía por habitante; en definitiva, las asambleas pueden mover las distintas variables del modelo, todas las cuales serían soluciones viables dentro de los límites del planeta.

El recorrido que hacen Vettese y Pendergrass para llegar a esta idea puede haber parecido ciertamente rocoso, pero tengo la sensación de que aquellos viejos debates sobre las posibilidades de la planificación volverán de una manera u otra a ocupar la actualidad política dentro de no mucho tiempo. Hasta cierto punto la actualidad ya apunta en esa dirección en los debates que están teniendo lugar en la Unión Europea sobre política energética y asignación de recursos escasos fuera de los criterios puramente mercantiles.

¿Utopía o colapso? 

Como parece evidente, HES se inserta en la tradición de la utopía. Pero esto es más controvertido de lo que parece. Es verdad que los autores se reclaman continuadores de una línea de trabajo que se inicia con Thomas More y continúa con Robert Owen y Charles Fourier, entre otros. De hecho, el libro comienza con un relato que podríamos definir como distópico, en el que la civilización humana se ve abocada a realizar múltiples y desesperados intentos de geoingeniería para enfriar el planeta y evitar olas de calor como las descritas en la excelente novela El Ministerio del Futuro (2020) de Kim Stanley Robinson, y termina con otro escenario alternativo, esta vez utópico, que bebe de manera explícita del clásico Noticias de ninguna parte (1890) de William Morris.

Ahora bien, si por utopía entendemos una suerte de imaginación sobre cómo será el futuro que al mismo tiempo aspira a estimular positivamente el pensamiento político-moral, entonces estoy de acuerdo en que HES es un libro utópico. Su lugar en el contexto sociopolítico es el de abrir la mente y la imaginación en el preciso momento en el que lo que abundan son fantasías apocalípticas, muy notoriamente en el mundo cultural, y una extendida ecoansiedad paralizante entre los actores políticos y la sociedad civil.

Pero como estudió con profundidad el filósofo Francisco Fernández Buey, la utopía es un concepto que pasó de tener connotaciones positivas a connotaciones negativas tras las revoluciones europeas de 1848. En el intento de diferenciarse de las experiencias locales de socialistas como Owen o Fourier, autores como Marx y Engels desarrollaron un equivalente a la utopía que no pertenecería a la simple ensoñación, desprovista de posibilidades materiales, sino al análisis científico y también, dentro de su visión del mundo, a cierta inevitabilidad del curso histórico. Sin embargo, tanto la utopía presocialista como la descripción del futuro marxista de una sociedad sin clases compartían el deseo de proyectar en el futuro horizontes deseables que, en el presente, debían empezar a construirse. La gran diferencia, exacerbada hasta el cansancio por Engels, estribaba en el papel que jugaba la ciencia. Pero entonces la noción de socialismo científico, creada por el propio Engels, dependía de un esquema teleológico que precedía al análisis histórico y que, además, tenía carencias severas heredadas de la propia Economía Política como es su incomprensión del funcionamiento preciso de los ecosistemas o de las leyes de la termodinámica, estas últimas descubiertas después de la institucionalización de la propia Economía. Así, la pretensión del carácter científico del marxismo, codificado o no en catequismos, es excesiva y, en todo caso, sería más apropiado hablar, en la línea del filósofo de la ciencia Inmre Lakatos, de programas de investigación.

La clave está en que una vez se le retiran al marxismo los ropajes teleológicos y la falsa pretensión de representar una ciencia o método científico, el diálogo del socialismo con la ciencia es muy parecido al que realizan Vettese y Pendergrass con el conocimiento científico actual. Por eso es inapropiada e injusta la crítica que el autor de Climate Change as Class War (2022), Matthew T. Huber, ha proferido a HES[10]. Según Huber, el utopismo encerrado en la propuesta de Vettese y Pendergrass les inhabilita y les hace susceptibles de ser el blanco de las clásicas invectivas de Engels contra los representantes del socialismo utópico.

Sin embargo, yo estoy de acuerdo con la afirmación Fernández Buey, según la cual «hablando con propiedad, solo son utópicos [en su concepción negativa, como proyecto imposible] aquellos proyectos de transformación social que contradicen leyes científicas comprobadas o comprobables»[11]. Eso significa que el proyecto utópico, o imposible, es precisamente no hacer nada, o no hacer lo suficiente, frente a la enorme crisis ecosocial por la que atravesamos. Y, por el contrario, propuestas como las de HES, que tratan de imaginar una sociedad que se autogobierna dentro de las leyes de la naturaleza, responde a la mejor tradición del socialismo, es decir, a la que proyecta futuros deseables, se ayuda de la ciencia para comprender el mundo, recoge los valores y principios de igualdad y fraternidad, y despliega proyectos políticos de autogobierno y democracia participativa.

Imaginar un futuro deseable tiene muchas funciones. Una de ellas, probablemente la fundamental en estos momentos, es que tiene la potencialidad de combatir la parálisis de la acción política. La utopía permite el despertar de imaginarios sociopolíticos que son la expresión de una esperanza individual y colectiva. Ernst Bloch teorizó largo y tendido sobre la esperanza, y vio como este principio se oponía con fiereza a un rival temible: el nihilismo.

Una lectura atenta permite dar cuenta de que esto guarda una estrecha relación con el debate reciente sobre el colapsismo. En general comparto buena parte de las tesis de Emilio Santiago al respecto, también cuando afirma que «la preeminencia del discurso colapsista en el debate público alimentará, en una proporción cien o mil veces mayor, el nihilismo y el cinismo de época»[12]. Sin embargo, me permito suponer que una parte importante de este diálogo tiene que ver con la confusión que generan dos entidades distintas: el colapso-como-diagnóstico y el colapso-como-discurso.

Creo que estas dos dimensiones no van necesariamente de la mano. De hecho, considero que podríamos llegar a la conclusión, gracias a los conocimientos aportados por la ciencia, de que la trayectoria actual de la sociedad humana nos empuja hacia el colapso se defina este como se quiera, cuestión en todo caso no baladí y, al mismo tiempo, creer que para la movilización social y política que evite ese colapso hacen falta claves, consignas y, en definitiva, discursos que eviten horizontes derrotistas o faltos de esperanzas. Esto último es independiente de si se desea el colapso o de si se le otorga una mayor o menor probabilidad en el análisis, pues realmente nos interpela sobre otra dimensión; en concreto nos habla de las herramientas más efectivas para movilizar a sectores de población que son potencial o efectivamente los que tienen en su mano desarrollar las políticas que impidan el colapso. En resumen, sin una práctica discursiva adecuada parece improbable tener éxito en la movilización sociopolítica que necesitamos para construir nuestra utopía y/o evitar el colapso de nuestra civilización. La manida frase de Raymond Williams según la cual «ser verdaderamente radical es hacer la esperanza posible, no la desesperación convincente» es, con todo, una buena síntesis de esta perspectiva.

Esto me lleva al último punto que me gustaría destacar, en este caso sobre una ausencia significativa en HES. Me refiero a un aspecto en el que tiene razón Huber en su crítica: en toda la obra no aparece mencionado ningún aspecto relacionado con el sujeto político, más allá de una ambigua llamada a una gran coalición entre partidos y movimientos sociales (veganos, animalistas, ecologistas, feministas, etcétera), de la misma manera que tampoco hay un análisis de la estructura social, de las relaciones geopolíticas o de una teoría del Estado. Es decir, está ausente gran parte de lo que hoy llamamos política y que implica, claro está, debates sobre las tácticas y las estrategias a tomar para alcanzar objetivos determinados. Y esta es probablemente una ausencia legítima para un libro de la tradición utópica, pero que en algún momento debe ser cubierta de forma urgente por quienes, desde la arena política, aspiramos a construir un socialismo dentro de los límites del planeta.

Recuérdese que el marxismo clásico constituyó al proletariado como el sujeto histórico por excelencia para la época contemporánea. Pero frente a lo que comúnmente se cree, este hallazgo no fue el resultado de una investigación sociohistórica por parte de los fundadores del llamado socialismo científico, sino una consecuencia de la aplicación del esquema teleológico hegeliano a la filosofía de la historia marxista. Dicho de otra manera, Marx creó primero la función y luego encontró al sujeto. Las posteriores transformaciones económicas y de la estructura social producidas desde 1848, ahora ya tamizadas por el relato marxista, fueron además construyendo políticamente al sujeto histórico que ha hegemonizado los relatos y prácticas de la izquierda.

Pues bien, si nuestro sujeto histórico no está ahí esperándonos, como si fuera un tesoro escondido que se resiste a ser encontrado, sino que se constituye en el seno de las luchas -que no son solo económicas-, nuestra tarea inmediata debe ser componer un mapa de la estructura social y política de nuestras sociedades a fin de ser capaces de poner en marcha aquellas prácticas materiales y discursivas capaces de articular y organizar movimientos sociopolíticos con capacidad de transformación social. Esto implica realizar, necesariamente, un análisis serio acerca de los intereses y conflictos que emanan en esta crisis ecosocial en los diferentes grupos sociales. Al fin y al cabo, el impacto de la crisis no es el mismo en el campo que en la ciudad, ni entre las generaciones jóvenes y las mayores, ni entre el trabajador manual y el trabajador intelectual, etcétera. No olvidemos que la crisis ecosocial atraviesa nuestra sociedad de múltiples formas, pero siempre generando oportunidades, riesgos y contradicciones tanto locales como globales que deben detectarse y abordarse con objetivos políticos. Una tarea ingente, cierto, pero también absolutamente necesaria.

Nota del autor:

Agradezco mucho los comentarios a un borrador previo de este artículo realizados por Anna Dassy, José Luís Rodríguez, José Bellver, Eduardo Garzón, Sira Rego, Ángel de la Cruz, Daniel Ayllón, Carlos Sánchez Mato y Samuel Romero.

Alberto Garzón (@agarzon) es director de la revista LaU, economista, Ministro de Consumo y Coordinador General de Izquierda Unida.

Notas

[1] Actualmente la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera es de 421 ppm (partes por millón; dato de mayo de 2022), mientras que, en 1958, cuando empezaron a monitorizarse estos datos, la concentración media anual fue de 315 ppm. Los registros de épocas previas, obtenidos mediante técnicas indirectas como el análisis de las burbujas de aire encerradas en bloques de hielo, indican que la concentración media de dióxido de carbono antes de la Revolución Industrial fue de 280 ppm. Todos estos cambios no pueden explicarse por fenómenos naturales sino por motivos antropogénicos, esto es, causados por el ser humano y las instituciones que hemos creado para gestionar los recursos.

[2] El ciclo del carbono permite que los océanos, por un lado, y las plantas y bacterias que realizan la fotosíntesis, por otro, absorban una parte muy importante del dióxido de carbono presente en la atmósfera. En primer lugar, la reacción que se produce en la interfaz océano-atmósfera conduce a la formación de carbonatos que, por ejemplo, usan los moluscos para fabricar sus conchas. Cuando estos animales mueren, los átomos de carbono acaban en las profundidades del océano y, con el lentísimo paso del tiempo, llegan a la litosfera y son expulsados de nuevo a la atmósfera a través de las erupciones volcánicas. Por otro lado, las plantas que realizan la fotosíntesis absorben el dióxido de carbono de la atmósfera y, utilizando agua y energía solar producen moléculas orgánicas. Estas moléculas orgánicas, como la glucosa, son las que nos proporcionan energía al resto de los animales a través de la cadena trófica. Los seres humanos, a su vez, empleamos esta energía para nuestros quehaceres y devolvemos a la atmósfera dióxido de carbono a través de la respiración. A su vez, una vez las plantas mueren, la mayor parte se descompone y los átomos de carbono son devueltos a la atmósfera, aunque una parte muy pequeña de ellas queda enterrada y, con el paso del tiempo, va formando hidrocarburos tales como el carbón, el gas natural o el petróleo. El desarrollo de la tecnología ha permitido que podamos recurrir a estas enormes reservas de hidrocarburos que, con gran poder energético, posibilitan con su combustión una extraordinaria liberación de energía que permite mover, literalmente, montañas. No obstante, hoy sabemos que el principal coste de este 'regalo' es el cambio climático que amenaza la vida en el planeta.

[3] State of Climate Action 2022.

[4] Chancel, L. (2022). Global carbon inequality over 1990–2019. Nat Sustain 5, 931-938. Disponible en: https://www.nature.com/articles/s41893-022-00955-z

[5] Hickel, J. (2022). "Quantifying national responsability for climate breakdown: an equality-based attribution approach for carbon dioxide emissions in excess of the planetary boundary", Lancet Planet Health 4, 399-404.

[6] Según un estudio del Ministerio de Consumo y de la Comisión Europea el sistema agroalimentario llega a significar más de la mitad del impacto ecológico del consumo en España. Disponible en: https://www.consumo.gob.es/es/system/tdf/prensa/Informe_de_Sostenibilidad_del_consumo_en_España_EU_MinCon.pdf?file=1&type=node&id=1126&force=

[7] Aquí siguieron a otros autores antisocialistas como Vilfredo Pareto o Enrico Barone, que también habían aceptado la posibilidad de que el Estado pudiera cumplir las funciones que hacía el mercado de manera incluso más eficiente.

[8] Aquí encontramos la gran diferencia que existe entre la propuesta de los autores de HES y del biólogo Wilson, pues este último no es en absoluto un socialista sino, en opinión de los primeros, un científico de centro-izquierda con gran fe en los mercados.

[9] De hecho, Vettese y Pendergrass nos recuerdan que el ataque original de Mises se dirigió contra el marxista y filósofo de la ciencia Otto Neurath, quien difería de manera notable de los marxistas defensores del socialismo de mercado precisamente en que él defendía planificar con unidades naturales y no con precios.

[10] Huber, M. (2022). Mish-Mash Ecologism, New Left Review. Disponible en: https://newleftreview.org/sidecar/posts/mish-mash-ecologism

[11] Fernández Buey, F. (2002). Sobre la utopía socialista. Daimon Revista Internacional de Filosofía, (27), 89–102.

[12] Santiago, E. (2022). No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (I). Contra el diluvio. Disponible en: https://contraeldiluvio.es/no-tenemos-derecho-al-colapsismo-una-conversacion-con-jorge-riechmann-en-dos-partes-emilio-santiago-muino/

Fotografía de Álvaro Minguito. "Amazonas y Nueva York".

Crónica CT   Publicado primero en LaU
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Publicat per Àgora CT. Col·lectiu Cultural sense ànim de lucre per a promoure idees progressistes Pots deixar un comentari: Manifestant la teua opinió, sense censura, però cuida la forma en què tractes a les persones. Procura evitar el nom anònim perque no facilita el debat, ni la comunicació. Escriure el comentari vol dir aceptar les normes. Gràcies

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