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La gota y la fruta

Shutterstock / Protasov AN

Si le hacen análisis de sangre con frecuencia, es posible que recuerde cuál suele ser su concentración de ácido úrico. No es aconsejable que tenga usted más de 7 mg por decilitro (mg/dL); los valores normales se encuentran entre 3,6 y 6,5 mg/dL y entre 2,5 y 6,5 mg/dL, en hombres y mujeres respectivamente. El ácido úrico es muy insoluble, por lo que tiene la mala costumbre de formar cristales y acumularse en lugares donde puede hacer mucho daño.

Lo que quizás no sepa es que la mayoría de los mamíferos tienen concentraciones de ácido úrico mucho más bajas que las nuestras, entre 1 y 2 mg/dL. No se trata de una excepción exclusivamente humana. El fenómeno es común a dos familias de primates, Hylobatidae (gibones) y Hominidae (grandes simios), esto es, orangutanes, gorilas, chimpancés, bonobos y seres humanos. Todos nosotros carecemos de uricasa, la enzima que permite que se degrade el ácido úrico a sustancias más solubles, que son después eliminadas en la orina.

Ya hace unos 60 Ma (millones de años), cuando los primates divergieron del resto de mamíferos, se empezaron a producir cambios en la uricasa que provocaron una pérdida progresiva de su capacidad catalítica. Pero para las dos familias antedichas las cosas cambiaron de forma mucho más drástica hace cerca de 20 Ma. Desde entonces, en los dos linajes -gibones, por un lado, y grandes simios, por el otro- y de forma paralela, el gen de la uricasa se ha convertido en un pseudogén. En otras palabras, se ha averiado, no produce la enzima y, como consecuencia de ello, nuestros niveles de úrico en sangre son muy altos, entre 3 y 10 veces más que los de los demás mamíferos.

Lo sorprendente es que la avería del gen de la uricasa se extendiese y haya perdurado en el tiempo. Si los efectos de la pseudogenización, por no limitar las posibilidades de dejar descendencia a los individuos afectados, fuesen simplemente neutros, podría ocurrir que hubiese individuos con el gen averiado y otros con el gen funcional. Pero si todos los individuos de las especies afectadas carecen de la capacidad para degradar ácido úrico, es posible que de ello se derive alguna ventaja.

Hay evidencias empíricas, observacionales y experimentales, de que el ácido úrico facilita la conversión de la fructosa -el azúcar característico de la fruta- en grasas. Esto es una mala noticia para quienes tenemos alto el ácido úrico y comida abundante a diario. Pero quizás sea buena para quienes tienen acceso a abundante fruta en ciertas épocas del año, pero sufren privación durante largos periodos de tiempo, probablemente en invierno.

Cabe especular, por tanto, con la posibilidad de que hace entre 15 y 20 Ma, al comienzo del Mioceno, cuando se enfrió el planeta, el entorno en el que vivía el ancestro común de los grandes simios, y también el de los gibones, se hiciese más estacional de lo que era, con inviernos más severos. De ese modo, los frutos, uno de los principales sustentos de nuestros antepasados, pudieron desaparecer o escasear mucho durante el invierno, de manera que habría resultado de gran valor contar con un mecanismo mediante el que la fruta disponible en periodos de abundancia pudiese transformarse en reservas de energía que ayudasen a superar el invierno hasta la llegada de la siguiente estación de bonanza.

Si tiene el úrico alto o, incluso, padece de episodios de gota, esta hipótesis seguramente no le dará ningún consuelo, pero al menos le ayudará a entender mejor la causa última de su infortunio.


La versión original de este artículo fue publicada en el Cuaderno de Cultura Científica de la UPV/EHU.




Juan Ignacio Pérez Iglesias, Presidente del Comité Asesor de The Conversation España. Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
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