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Vivir sabroso, jugar bonito. Antonio Flores sobre su libro 'Marx juega'


1. Vivo en una contradicción (una de tantas). Cuando escucho a compañeros y compañeras decir cosas como «si no se puede bailar, no es mi revolución», y otras similares, un escalofrío me recorre el espinazo. Cuando se habla de moda y tendencia con alguna de nuestras ministras como protagonistas —sea Irene Montero, sea Yolanda Díaz—, hay un militante obrerista que se pasó treinta años en el tajo y en las huelgas retorciéndose en mi interior. Vengo de una tradición militante espartana; mi imaginario sociopolítico viene de la corriente de la Guerra, la clandestinidad y el exilio. Obviamente yo no he vivido esas cosas; pero, además, viniendo de las soledades y sequedades extremeñas, la educación sentimental militante, revolucionaria, o emancipadora, o como se la quiera llamar, se cimenta en una lucha cruda, descarnada, directa. Yo no he tenido que enfrentarme al manijero cuando este te achuchaba para terminar una tierra porque lo que había era destajo, pero sé lo que significa. Por eso, cuando veo esas expresiones joyful, las batukadas, el culto al «bien vestido», y a las expresiones más «modernas» de las luchas por los derechos, un hirsuto y osco ferroviario, marxista ortodoxo, de 59 años arropado con un marcelino, comienza en mi interior a retorcer sus viejas Obras escogidas de Marx y Engels en dos volúmenes de Akal del 75. No sé qué de la trampa de la diversidad va rezongando.

2. Pero, como digo, vivo en una contradicción. Porque mi tradición militante viene de ahí, pero, ¡ay! mi formación me ha llevado por otros caminos. Lo mío es la estética. Siempre me ha interesado más el arte y la literatura que cualquier otra cosa; especialmente la música. Fue por Theodor W. Adorno por el que me introduje en la estética, y no por marxista, sino por musicólogo. Aquí, aunque las dimensiones y corrientes de la reflexión estética son variadas, a no ser que seas un propagandista ramplón, cualquiera con un mínimo de sensibilidad poética es consciente de que el arte no es útil, no tiene una utilidad inmediata, al menos, o que es útil en espacios de la vida humana, social e individual, que no tienen que ver (inmediatamente) con las cosas vulgares de la vida, relacionadas con nuestra supervivencia y con la reproducción del sistema. Lo estético siempre ha sido difícil de asir por el pensamiento más elaborado: cuando se habla de arte, parece que nos adentramos en terrenos de la mística; cuando se habla de la percepción y la sensibilidad, parece que todo se reduce a fisiología. La estética marxista, a pesar de contar en sus filas a eminencias como Adorno y Lukács, sufre las mismas deficiencias.

3. Me asiento en este desajuste. Mi viejo militante ferroviario interno —curiosamente con mis mismos gustos—, se emociona hasta el arrobo cuando escucha el Concerto per orchestra de 1962 de Jennifer Higdon, disfruta con delicia de la lectura de Obra maestra de Juan Tallón, o entra en un estado casi de catarsis cuanto toca «Heaven and Hell» de Black Sabbath con la guitarra eléctrica. ¿Cómo se conjuga la belleza, la emoción, la sensibilidad, el disfrute, con la dureza de una lucha en la que, literalmente, nos va la vida? ¿De verdad hay tiempo para esto en mitad del Fin de los Tiempos? Además yo me dedico a escribir sobre videojuegos y cibercultura. Suena todo irrelevante. ¿Cómo conjugar ambas cosas, cuando la tradición habla de sacrificio y no de belleza, y la belleza parece algo de burgueses indolentes?

4. Obviamente esta contradicción no me quita el sueño, porque tengo la capacidad suficiente de dedicar esfuerzos a ambos proyectos sin que un esteticismo desbocado me lleve por las vaguadas del hedonismo, o que un militantismo espartano termine con mis huesos bajo una tanqueta o disparando al zar. Además, hay encuentros: la estética marxista es rica, aunque, salvo las excepciones arriba mencionadas, no tan ilustrada como pudiera parecer (y uno ha desistido en explicar por qué El triunfo de la voluntad puede ser una «buena película» y tener «algún valor»). Esta tarea es diferente, y en ella trabajo, pero no es la cuestión aquí; la cuestión es más bien qué tiene que ver la belleza, el disfrute, la fruición, todos esos valores que son considerados por la tradición de la estética filosófica como positivos, con una lucha emancipadora que suele desdeñar esos mismos valores.

5. Justo después de ganar las elecciones junto a Gustavo Petro, a Francia Márquez le preguntaban en una entrevista —parece que más con ignorancia que con malicia—, si eso de «vivir sabroso» de lo cual hablaba en la campaña electoral se iba a cumplir cuando viviera en el palacio vicepresidencial que tenía a su disposición por el cargo (más o menos). Francia Márquez —tal vez notando más la malicia que la ignorancia— le responde a la entrevistadora que se equivoca, que si se piensa que «vivir sabroso» es vivir con lujos se equivoca: vivir sabroso es, para los afrodescendientes e indígenas que ella representa, «vivir con dignidad», «vivir sin miedo»; casi que solo vivir, antes que el mero sobrevivir al que miles de personas están condenadas en una sociedad desigual y plena de injusticia. Pero, claro, «vivir sabroso» (sobre todo para quien no esté acostumbrado a ciertas flexiones del lenguaje), tiene ese componente sensual, esa joie de vivre que tópicamente se le puede asociar a los pueblos caribeños. Al viejo militante le pueden rechinar los dientes, pero aquí hay un componente de la lucha que normalmente se olvida: se lucha para vivir bien, todo el mundo, en todas partes. Vivir bien no es solo tener lo necesario para vivir. Buscamos salir del reino de la necesidad al reino de la libertad, y en el reino de la libertad se incluye la realización del ser humano en todas sus facetas. Eso es vivir sabroso, y eso incluye al humano artista.

6. Cuando se hace una historia del movimiento obrero, o una historia del socialismo, esta se suele centrar mucho en los grandes eventos político, en los conflictos, en las victorias y en las derrotas. Suelen ser glosas de la vida heroica de los obreros y obreras que lucharon por un mundo mejor. Esta historia es una escuela, pero solemos olvidar que esas personas eran personas concretas, con sus deseos, sus pasiones, sus esperanzas y fantasías. Olvidamos, por ejemplo, que durante el siglo XIX los obreros y obreras salían de la fábrica e iban a escuelas populares nocturnas a formarse; olvidamos los clubs de naturismo que reunían en su tiempo libre a personas que buscaban otras formas de relacionarse, y de generar comunidad; o los clubs de poesía y literatura que se formaban en las fábricas en los descansos. En definitiva, olvidamos lo que esas personas buscaban, lo que nosotros y nosotras mismas buscamos: un mundo sin injusticias, con todas las necesidades cubiertas para todas las personas en todas partes, donde no hubiera conflicto y la humanidad pudiera desarrollarse libremente. Buscamos vivir sabroso.

7. Se va viendo por qué coartar desde la supuesta ortodoxia diferentes modalidades de lucha tiene un olor rancio que no va con los tiempos, pero ni con estos presentes ni con los pasados. El enemigo es un monstruo grande y pisa fuerte, y hay que estar preparados; pero eso no obliga a vivir en alerta con el nervio de punta. En nuestro contexto capitalista, en estos pocos cientos de años, a pesar de la manipulación de la industria cultural, la sociedad se ha solazado en el arte y la cultura, y ha desarrollado sus propias pulsiones a través de ella. No tanto a través de una obra completamente comprometida, como exigía Sartre, sino a través de otras versiones más grises del disfrute que han podido articular esa comunidad hacia la libertad. Aunque no soy fan y soy crítico, ahí está el fútbol, el deporte en general; ahí está la música en directo, haciendo bailar a cientos de personas al unísono cosas tan reaccionarias como Extremoduro (-Elaborate on that. – No); o ahí está la literatura juvenil, educando en cosas aparentemente insulsas a toda una generación.

8. Llegamos a los videojuegos. La cibercultura en general y los videojuegos en particular parecen haberse convertido en la forma de expresión cultural propia de nuestro tiempo. Esto es, por supuesto, relativo (tanto al tiempo como al espacio como al propio objeto), pero la forma de integración de sistemas digitales y cibernéticos en la vida cotidiana (con especial interés en el móvil) hace que la cibercultura se encuentre en el centro del problema. Una militancia más clásica, con tendencia anti-moderna y neoludita, que desconfía con razón de la automatización (porque una automatización en manos de los capitalistas es criminal), es reluctante a los nuevos formatos: la revolución solo puede ser hecha al modo tradicional; todo lo demás es jugar en los marcos del tecno-capitalismo. No es mentira, pero tampoco es verdad.

9. Sin excederme, vamos al tema que me interesa. Los videojuegos suponen, al menos, tres problemas «graves» para poder ser integrados en un pensamiento emancipador, todos ellos interrelacionados con su emergencia neta bajo el capitalismo: la cuestión de la violencia, la cuestión de la híper-integración en el sistema productivo capitalista, y la cuestión de la gamificación. Se puede desarrollar con brevedad cada problema.

10. La relación entre «violencia» y «videojuegos» es uno de esos temas estériles que surge cada vez que hay una masacre en los Estados Unidos de América. Tipos (porque suelen ser señores) con apariencia nominal de psicólogos y pedagogos descargan sus espurias opiniones sobre los móviles, los videojuegos, las redes sociales, esas cosas. Matan porque juegan a matar en Fortnite, y no son capaces de distinguir ficción de realidad. Claro, este análisis simplón esconde la carencia de todo un análisis estructural (que yo diría que tiene más que ver con la esquizofrenia capitalista que con los propios videojuegos); y que salta por encima de todo argumento científico e histórico soslayando el hecho de que «antes también había violencia». Sé que este mismo párrafo resulta insuficiente, pero es un problema que, a quienes nos dedicamos a los videojuegos, cansa por irrelevante.

11. La híper-integración en el sistema productivo capitalista sí es un problema interesante. Se puede argumentar que otras artes se desarrollan con técnicas de «baja tecnología»: papel y lápiz, pigmento y soporte, chisme para retirar material y material que retirar hasta formar figuras. Por el contrario, el videojuego (en un saco en el que podemos meter cine y fotografía), requiere de alta tecnología que solo se ha dado de forma avanzada bajo el capitalismo (también hay precedentes en la Unión soviética, pero aquí la historia nos da pocas soluciones). El desarrollo tecnológico de los últimos treinta años ha ido parejo al desarrollo de un capitalismo cada vez más vigilante y autoritario, y los videojuegos, que comenzaron su andadura como experimentos y como traslaciones de juegos de mesa a digital para observar los comportamientos de la IA, hoy forma parte del entramado especulativo y extractivo de la gran empresa capitalista. Existen áreas, pequeñas, donde esto no es tan así, pero, gracias a su reproductibilidad técnica y a la expansión de los sistemas digitales y cibernéticos, hoy el videojuego ocupa grandes áreas del entretenimiento, dentro del esquema de la gran empresa. ¡Ojo! Esto, de nuevo, es relativo, porque podríamos sacar a colación el sistema mafioso con el que se expande la industria editorial y musical o el cine, respondiendo a criterios económicos y nunca artísticos (Dios nos libre).

12. En la cuestión socio-laboral, el problema que está emergiendo ahora con fuerza es el de la «gamificación», no tanto «volver un juego» el trabajo como «volver un videojuego» el trabajo, es decir, convertirlo en un proceso lineal sujeto a recompensas y castigos que giran en torno a la competitividad y a la consecución de hitos concretos. Es decir, lo que significa el trabajo en la empresa capitalista, pero ahora enmascarado con elementos lúdicos. Esta es una forma de profundizar en el individualismo infantilizando a la clase trabajadora, porque en los videojuegos competitivos ganas o pierdes, y tienes un premio o un castigo en consecuencia, independientemente de que sea por equipos. Lo importante son los números que hagas, ser el mejor, ganar (es equiparable a cómo se trata el deporte, de élite o no, igual de deleznable, pero no me voy a meter en ese jardín).

13. Y sin embargo, la gente se divierte, echa sus horas en los videojuegos, en experiencias diferentes a las tradicionales que explotan en una diversidad sin precedentes debido, de hecho, a la posibilidad técnica de acceso, a su carácter lúdico (al final, son juegos). La pregunta clave de todo esto es, si los videojuegos son parte de la cultura, son arte, y son un elemento de entretenimiento más en el conjunto del ocio posible de la humanidad, ¿cómo substraerlo de las dinámicas dominadoras y opresivas capitalistas? ¿Es posible hacer de un videojuego un puntal de la lucha emancipadora, como sí ha supuesto en algún momento la literatura, la pintura o el cine, a pesar de los problemas que supone lo bello y lo divertido en un marco revolucionario? En rigor, este era el objetivo de los situacionistas y de Marcuse, pero fueron fácilmente absorbidos por el sistema (especialmente los hippies del segundo). ¿Cómo hacerlo hoy, con un capitalismo y una industria cultural más enconada? Soy optimista.

14. Los espacios se abren en los lugares más insospechados. No voy a desglosar las posibilidades, porque sería poco útil y poco científico, pero hay un elemento que me asalta siempre que se trata la forma problemática del videojuego en la sociedad actual que me encanta: «Jugar bonito». Esta fórmula no es mía, sino de Hugo Gris, arquitecto y crítico, y de Lucas Ramada, especialista en ficción digital infantil y juvenil. Con jugar bonito no se refieren a «jugar bien»: jugar bien es jugar acorde a lo que te exige el juego en torno a sus reglas y retos, a cumplir competitivamente su marco normativo, es decir, a ser un buen productor en el contexto de juego. Por el contrario, jugar bonito (si no patino) sería jugar de forma que te sientas cómodo jugando, donde prima la diversión, el bienestar. Jugar acorde a las reglas que el juego impone, claro, pero también acorde a tus propias reglas. Tal vez andar en lugar de correr; tal vez echar horas en misiones secundarias en lugar de avanzar con prisa en la misión principal; tal vez observar el comportamiento de los «personajes no jugadores», observar el espacio, solazarse con la música, con las imágenes,… Jugar bonito es dejar que la creatividad explore el juego, y no dejarse subsumir por sus reglas; substraerse de la lógica gamificadora de los videojuegos, e ir a la belleza espontánea del comportamiento lúdico (donde «belleza» no significa lo que decían los románticos). «Jugar bonito», así visto, es revolucionario.

15. «Jugar bonito» es complementario a «vivir sabroso». No se está hablando de que, en la lucha emancipadora, se necesite un espacio de respiro, de disfrute y de entretenimiento para aguantar el peso de la lucha. Es que la lucha debe incluir el respiro, el disfrute y el entretenimiento en su estructura militante. ¿Cómo vamos a ser plenamente humanos sin la belleza? De repente la «dimensión estética», relegada a cuestiones de propaganda muchas veces, se sitúa en el centro.

16. Un lugar común que se suele olvidar en la estética marxista es que, la mayoría de sus autores más relevantes opinan que el verdadero arte, un arte plenamente humano, se dará solo en una sociedad emancipada. En una sociedad emancipada el arte ya no llevará el signo de las clases, ya no cargará con la herida de la injusticia del mundo, ya no será la ventana utópica que necesita la humanidad para pensar un mundo mejor, porque este habrá llegado. Solo entonces el arte podrá desarrollar de forma completa el espíritu humano. De momento, tenemos que conformarnos con la herida y la ventana.

17. Por mucho que pueda sorprender, los videojuegos son la mayor ventana utópica que la cultura nos puede ofrecer, porque no sólo muestra, sino que te permite transitar lo utópico. No es una ventana, es un jardín, pequeño, pero donde cualquiera puede imaginar y hacer, aunque solo sea en la ficción, un mundo diferente. Aquí se pasa de las grandes obras manipuladas de las grandes empresas a un mundo de producciones diferentes (habitualmente calificadas como indies, pero que va más allá), que se parecen, más de lo que mucho militante viejo pueda asumir, a los pasquines de multicopista con poesía revolucionaria que circulaban clandestinamente o a las cintas con maquetas punkis o raperas que rulaban en los barrios del extrarradio de cualquier ciudad. Aquellos fragmentos de arte que, en otro tiempo, hacían soñar y liberaban de la pesadez de la opresión, aunque fuera un momento, hoy circula en formato rar por foros de internet. Y no hay que desdeñar el potencial para la toma de conciencia, el potencial revolucionario, de estos intersticios en un sistema opresivo.

18. No sé si puedo decir que de eso va el libro que he escrito, Marx juega. Una introducción al marxismo desde el videojuego (y viceversa), publicado por la bonitísima gente de Episkaia; sería demasiado ambicioso afirmarlo. Sí sé que, al menos, se inserta en esta tarea que es más grande que mi trabajo, y en la cual yo también laboro. Vivo en una contradicción, pero después de enfadarme con una cosa o alegrarme por otra, me viene la calma y me doy cuenta de que no hay contradicción. Las contradicciones de este tipo tienen un tinte histórico, y la historia soluciona las contradicciones, o al menos les da una salida. Yo trabajo con este tema desde la estética, aquí desde los videojuegos, para llevarlos a espacios donde, por lo general, no se les tiene en mucha estima; o para llevar temas importantes, de lucha y emancipación, a quien está descubriendo el mundo a través de los videojuegos. «Vivir sabroso» y «jugar bonito»; no hay contradicción, es la misma lucha.

Antonio Flores Ledesma (@AchoElDiablo) es doctorando de filosofía en la UGR y acaba de publicar Marx juega en la editorial Episkaia.

Publicat per Àgora CT. Col·lectiu Cultural sense ànim de lucre per a promoure idees progressistes Pots deixar un comentari: Manifestant la teua opinió, sense censura, però cuida la forma en què tractes a les persones. Procura evitar el nom anònim perque no facilita el debat, ni la comunicació. Escriure el comentari vol dir aceptar les normes. Gràcies

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