El barro invade los pueblos, el fango alcanza todo: coches, árboles, casas... y con él, la vida de 227 personas. Aunque sus cuerpos sin vida sean rescatados, no logran escapar de la tragedia, se hunden y quedan atrapados bajo la avalancha de barro y vehículos que, amontonados, sellan las calles. Las imágenes, dantescas, se difunden rápidamente, dejando una estela de horror y estupor en cada mirada.
Son 227 personas las sepultadas en el silencio, innumerables las lágrimas silenciadas al caer por la mejilla de los suyos, e incontables las almas que quedaron sin tiempo para el recuerdo, el apretón de manos, el acompañamiento; solo silencio. Como con las víctimas del metro.
El marcador subía con cada cuerpo rescatado, pero la furia de la barrancada no se detenía. La muerte cedía el paso a una voraz ansia de supervivencia que se reflejaba en las voces de los sobrevivientes, y en sus tremebundas narrativas, colándose temblorosas entre los escombros, pero llenas de vida. En las mentes resonaba la angustia de pensar: "Eso podría haberme pasado a mí". La lucha era constante por todo: por encontrar agua, comida caliente, ropa, luz para cargar el móvil, o una frágil señal telefónica que permitiera saber algo de los seres queridos o, al menos, una explicación que disipara el caos y la desesperación de no saber a quién acudir, quién nos brindaría ayuda, cómo salir de este abismo… y, desde arriba, en ese agujero, solo nos respondía el silencio. Silencio de la administración, silencio en la calle y silencio en nuestros propios pensamientos.
La columna de ayuda de los voluntarios resonaba como la música épica de las películas, esa melodía que anuncia la llegada de la salvación en el último instante. Activaba resortes ocultos, fuerzas insondables que emergen cuando la derrota parece inminente, como si el último suspiro de esperanza se transformara en un rugido de lucha.
Y retirabas el fango con la absurda esperanza de que, al arrastrarlo, las imágenes de la tragedia se irían por el sumidero, como si el simple gesto pudiera borrar la devastación. "Si lo arrastro, podré descansar", resonaba en el inconsciente. "Si me lavo las manos, la pena se irá", pensábamos, pero nada más lejos de la realidad: el fango no desaparece, y la tristeza se queda aferrada como un lastre invisible.
Y mientras tanto, los 227 que se nos fueron, llegaron como furtivos a su destino final: solos, en la penumbra, sin el necesario acompañamiento de unas familias que no pudieron recoger sus cuerpos, ni el bando con la hora del entierro, ni el adiós de sus vecinos, pero sin la excusa de la pandemia y el virus. Esta vez, sin más, bajo el velado manto del estado de excepción encubierto.
Y mientras tanto, los que nos quedamos para la reconstrucción teníamos mucho que hacer, y pocas fuerzas y tiempo para pensar. Había que quitar barro, había que tirar recuerdos de toda una vida, y había que buscar cobijo, todo, víctimas todavía del shock por la brutalidad de una consellera que disponía como propios de los cuerpos ajenos y les enajenaba el dolor a los suyos. Callados y en silencio, como un patio de colegio bajo la sombra del franquismo, donde las voces se ahogan y la libertad se silencia. "Cuando yo os lo diga, podréis venir a por los vuestros". Así de crueles resonaron las palabras de la consellera, quien transformó una tragedia en un simple proceso burocrático de ordeno y mando en torno a los muertos “custodiados”.
Y pasan los días, y los muertos son convertidos en parte de un extenso recuento. Ya nadie se acuerda de ellos; nadie los nombra; y todas sabemos que lo que no se nombra no existe. ¿Por qué se resisten a dar nombre a los muertos de la DANA24? Si no existen ellos, no existe responsable de sus muertes.
¡Silencio!, que no suene la alarma; ¡Silencio!, aquí́ nadie ha muerto.
Mar Sanchis es de Albal, infermera i ha estat elegida Coordinadora d'EUPV del municipi
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