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La trampa de ‘Al rojo vivo’ || Miguel Espigado

Ferreras impone un sentido de la actualidad a través de preguntas muy calculadas. No te dirán ‘qué’ debes pensar: te dirán ‘en qué’ tienes que pensar. Y por ese sumidero se irá tu tiempo de reflexión política, y con él tu sentido del país y del mundo

Muchos –pero muchos– espectadores de La Sexta ya saben desde hace tiempo que Al rojo vivo es un programa manipulador y sensacionalista, que obedece a poderes económicos con intereses antagónicos a los defendidos de la izquierda. Y sin embargo lo siguen viendo. ¿Por qué?

Llevo mucho tiempo haciendo esa pregunta a familiares y amigos que frecuentan esa cadena y ese programa a sabiendas de sus entretelas. Y la mayoría suelen justificarse definiéndose como eso que se llama "espectador a la contra", es decir: alguien que desconfía de un programa, pero lo sigue porque le entretiene.

Y yo diría que precisamente le entretiene porque desconfía de él. La paradoja es que ver un medio que genera cierta desconfianza es más divertido que ver un medio que genera total confianza. 

Ver Al rojo vivo es un pasatiempo inteligente, en realidad, porque convierte el acto de "informarse de la actualidad" en un juego de adivinación psicológica. Asimilar información rigurosa y contrastada es bastante aburrido: se parece mucho a estudiar. Mucho más lúdico es entregarse a un desafío de interpretación y posicionamiento en paralelo al que escenifican los tertulianos en el plató. Es como participar desde casa en un Cluedo en el que han asesinado a la Verdad y hay que descubrir quién ha sido, cómo lo ha hecho y por qué. Por no hablar de que un grupo de gente discutiendo apasionadamente alivia mucho más nuestra soledad que una mesa redonda de mesuradas expertas y expertos. 

Entre mi gente yo tengo a los que ven a Ferreras por personas sagaces, de verdad; gente con un deseo respetable de participar en la actualidad informativa. Pero en algo siempre los he considerado equivocados: creen que su escepticismo funciona como una especie de traje antirradiación que los mantiene a salvo de la manipulación nivel Chernóbil a que les expone ese programa. Y no es así: siempre acaban contaminados. 

El error es creer que nuestra postura crítica, incluso descreída o cínica, va a funcionar como un cortafuegos que, una vez detecta una amenaza determinada, la neutraliza para siempre. Más bien se parece a un guardián somnoliento al que se la cuelan cada vez que tiene turno de noche. Un mensaje repetido mil veces acabará calando en nuestras estructuras profundas de comprensión aunque no estemos de acuerdo con él. Sobre todo cuando nos exponemos a ese mensaje en nuestros momentos de mayor relajo, que suelen coincidir con el momento en que encendemos la tele. 

Los espectadores a la contra se equivocan mucho cuando creen que tener una opinión propia, como cualquier otro tertuliano de la mesa, les salva de haber sido manipulados. Porque en esta sofisticada maquinaria que Ferreras ha demostrado tocar con virtuosismo de maestro, el mensaje no es una opinión determinada: el mensaje es la agenda.

Imaginemos a un padre que le pregunta todos los días a sus hijos qué han hecho mal. Los hijos pueden opinar lo que quieran y el padre no les contradice, pero a lo largo del tiempo, el mensaje predominante no serán las diversas respuestas de sus hijos. Será la pregunta del padre, con todas sus –perversas– connotaciones. 

Del mismo modo, Ferreras impone un sentido de la actualidad, no a través de las respuestas, que son tan diversas como tertulianos hay en la mesa, sino a través de las preguntas lanzadas de forma muy calculada. Y dado que dicha agenda se halla casi siempre sincronizada con la de los medios más poderosos de nuestro país, hasta el más independiente de los espectadores a la contra acabará cayendo en la trampa: acabarán creyendo que la conversación de Al rojo vivo es La Conversación; que los temas que trata son Los Temas. 


No, el escepticismo no te salvará de esta trampa: acabarás abducido por la Conversación, por la Agenda. Acabarás dando importancia a lo que se la dan ellos. No te dirán qué debes pensar: te dirán en qué tienes que pensar. Y por ese sumidero se irá tu tiempo de reflexión política, y con él tu sentido de la actualidad, del país y del mundo. Pero, eso sí, podrás elegir con qué tertuliano de la mesa estás más de acuerdo, y así mantener tu ilusión de independencia. 

¿Qué podemos hacer para protegernos? La solución es tan obvia que da miedo: no ver Al rojo vivo. No introducir en nuestro organismo contenidos tóxicos que, por muy listos que nos creamos, siempre acaban por malnutrirnos. Asumamos con responsabilidad el deber de informarnos y crearnos una opinión sobre los problemas que afectan a nuestra sociedad, sobre el ejercicio de la política de nuestros partidos y gobernantes. Para ello, tendremos que esforzarnos: tendremos que dirigirnos a medios serios y rigurosos, tendremos que dedicar esfuerzo a leer, escuchar y ver trabajos de periodistas y analistas con profesionalidad y código. Aunque no sean tan divertidos: sobre todo si no son tan divertidos. Puede que no haya mejor señal de que estás consumiendo buen periodismo que el hecho de que te suponga cierto esfuerzo, y hasta te aburra a veces. Sí, como leer.  

Porque si seguimos ocupándonos de la política como otro entretenimiento en nuestros ratitos de asueto frente a las pantallas, y no como un deber, estamos condenados a ser carne de la parrilla al rojo vivo

Muchos –pero muchos– espectadores de La Sexta ya saben desde hace tiempo que Al rojo vivo es un programa manipulador y sensacionalista, que obedece a poderes económicos con intereses antagónicos a los defendidos de la izquierda. Y sin embargo lo siguen viendo. ¿Por qué?

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